Desde que la situación de crisis climática y medioambiental se ha hecho más evidente, ha surgido la convicción entre la opinión pública de la urgencia con la que debemos cambiar los modelos de producción de bienes y servicios. Estos son la causa de la actual degradación de la naturaleza en la que el cambio climático, la contaminación y la mala gestión del territorio definen una situación más que preocupante para el futuro del planeta que se acercará en 2030 a los 9.000 millones de habitantes.
Instituciones y gobiernos abogan por evolucionar desde el modelo de crecimiento económico tradicional hacia uno que no agote recursos, que no emita gases de efecto invernadero y que no contamine con residuos. Conseguir que este modelo logre proporcionar una vida digna a un planeta superpoblado es el mayor reto ético y de supervivencia que nunca ha tenido la humanidad. La Economía Circular se presenta como el único modelo socioeconómico capaz de lograrlo.
Del crecimiento económico al desarrollo sostenible
La idea de crear un modelo productivo que no generara residuos comenzó a gestarse tras la primera alerta medioambiental que llegó a los medios de comunicación en la década de 1970. Entonces, la ciencia comenzó a advertir de que la atmósfera se estaba alterando: además de degradarse la capa de ozono, la acumulación de CO2 estaba provocando un “efecto invernadero”, un concepto un tanto difuso al que por entonces no se hizo mucho caso.
La crisis del petróleo, básicamente político-económica, se desencadenó conjuntamente con una súbita concienciación de los ciudadanos sobre la notable contaminación del aire y el agua a causa del enorme incremento que había experimentado la actividad industrial después de la Segunda Guerra Mundial. En esa década, la alternativa presentada al petróleo, la energía nuclear, fue enérgicamente contestada por un amplio sector de la opinión pública que estaba tomando conciencia por primera vez de que el mundo “desarrollado” no iba por el buen camino en su relación con la naturaleza y que era necesario un cambio de modelo.
En 1987, una comisión internacional encabezada por la doctora Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra de Noruega, presentó un informe en la ONU en el que apareció por primera vez el término “desarrollo sostenible”, que quedó definido como “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones”.
El Informe Brundtland, tal como se le denominó, lanzó una de las primeras alertas serias sobre el concepto de “coste medioambiental”, y también analizó, criticó y propuso un replanteamiento de las políticas de desarrollo, afirmando que el avance socioeconómico se estaba llevando a cabo en contra del equilibrio de la naturaleza.
De esta forma, además de una nueva acepción del término sostenibilidad, el informe generó entre los economistas una contraposición entre los conceptos “crecimiento económico”, por entonces universalmente utilizado, con el de “desarrollo económico”, que hacía una referencia más directa a los beneficios sociales de la economía, y dejaba en un segundo plano a los indicadores meramente financieros.
En 1989 los economistas británicos David W. Pearce y R. Kerry Turner, en su Economics of Natural Resources and the Environment, señalaron que el mundo industrializado había desarrollado una economía abierta sin reciclaje que había llevado a utilizar el medio ambiente como un vertedero de residuos. El concepto de desarrollo sostenible comenzó a aplicarse a las ideas tendentes a frenar esta economía “lineal” en la que la producción se basaba en el modelo de extraer -> fabricar -> usar -> tirar; una cadena que se movía principalmente quemando combustibles fósiles.
La idea de que los recursos naturales, entendidos como un “capital natural”, eran inagotables ya se cuestionaba en la década de 1990. Sin embargo, aún prevalecía en la economía la convicción de que la pérdida de este capital natural era compensable en términos económicos por el capital producido por los productos obtenidos. Este modelo seguía manteniendo que el crecimiento sostenible era posible ya que el capital natural era sustituible.
En 1991, el economista estadounidense Robert Costanza publicó Ecological economics: The science and management of sustainability, un libro en el que se expone una nueva forma de entender la sostenibilidad, demostrando que una vez que se produce una pérdida de capital natural, este es irreemplazable en términos de sostenibilidad. Esta idea se puede considerar como el primer paso de un cambio de paradigma que debía llevar al mundo de la economía tradicional hacia la que comenzó a denominarse Economía Ecológica (ahora más conocida por Economía Verde), una ciencia que aboga por una clara ruptura entre la actividad económica y la degradación ambiental, y que lleva a un enunciado que aún hoy nos cuesta asimilar: aunque el desarrollo económico sí puede ser sostenible, el crecimiento sostenible no es posible, en tanto que está limitado por el capital natural finito, ya sea por agotamiento o degradación.
Ahora nos damos cuenta de que estas ideas gestaron un cambio de paradigma en la economía que aún algunas corrientes políticas y de opinión se resisten a aceptar. En la década de 1990, el mundo industrializado comenzó un incipiente viraje hacia un nuevo modelo productivo:
- Eficiente en cuanto al uso de los recursos y la energía, evitando la pérdida del capital natural.
- Más humanizado, al estar más centrado en las necesidades reales de la población y no en las creadas, e introduciendo el concepto de solidaridad planetaria como un activo.
- Más participativo y transparente con un consumidor sensibilizado y conocedor de las bases científico-tecnológicas del modelo productivo.
- Capaz de afrontar el enorme reto de una demografía que crecía de forma desequilibrada, con enormes bolsas de pobreza.
No ha sido hasta la llegada de la crisis climática y medioambiental que la opinión pública, la mayoría de gobiernos y de los medios de comunicación han tomado conciencia de que este cambio de paradigma es un hecho.
Continuará…
Seguiremos hablando de ello.