El problema de la alimentación mundial es complejo. Este vídeo de Carlos Mario Gómez (@camagogo), profesor titular de Fundamentos del Análisis Económico y Economía Ambiental en la Universidad de Alcaláe investigador de IMDEA Agua en la UE, lo resume y nos sitúa ante el reto inevitable que tenemos para afrontar el futuro:
La relación entre las necesidades de alimentación de la población y el uso de los recursos de tierra y agua está en crisis desde hace décadas. Según el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU, la población mundial, actualmente de unos 7.700 millones, se acercará en 2030 a los 9.000 millones. La ONU ha marcado para esa fecha la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la seguridad alimentaria, contemplada en el ODS 2, va de la mano de la consecución del acceso al agua que es el ODS 6.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lleva décadas advirtiendo que la desigual distribución de la productividad, el exceso de consumo en los países industrializados y el desperdicio de alimentos son las principales causas de que la nutrición adecuada no llegue a todos.
En la actualidad, la producción agrícola y ganadera para alimentar a los seres humanos en el mundo ocupa ya el 43% de la tierra disponible, sin incluir los desiertos ni los suelos helados. Cada día estas tierras producen 23,7 millones de toneladas de alimentos que, cuantitativamente, serían suficientes para garantizar la alimentación de la población mundial. Esta actividad vital para la humanidad consume el 70 % del agua dulce del planeta.
Pero esta tierra y esa agua todavía no son capaces de alimentar a todos: en su informe de 2017, El futuro de la alimentación y la agricultura, la FAO calcula que cerca de 795 millones de personas pasan hambre, y más de 2.000 millones carecen de los micronutrientes básicos en su dieta, o sufren desarreglos como la sobrealimentación; es decir se alimentan de forma inadecuada para su salud, ya sea por exceso o por defecto. En este mismo informe, se alerta de que seguridad alimentaria global está amenazada por la presión sobre los recursos naturales como el agua, presión que el cambio climático empeorará en zonas donde ya existe escasez hídrica.
Huella hídrica y huella de carbono: vegetales versus carne
La concienciación sobre la huella hídrica de los alimentos ha llegado también a la alta cocina. En este vídeo, Josep Roca, del Celler de Can Roca, en una entrevista de la Fundación We Are Water, lo expone con claridad:
El informe del IPCC añade los datos de la emisión de gases para definir los objetivos de sostenibilidad del actual sistema alimentario mundial: la agricultura y el uso de la tierra representan más de un 25% de las emisiones anuales de GEI a la atmósfera entre 2007 y 2016. Pero si se añaden las emisiones asociadas a la industria alimentaria, esa proporción puede llegar hasta el 37%.
Lo más preocupante es que entre el 25% y el 30% del total de alimentos producidos en el mundo se desperdicia, un malgasto que puede llegar a 1.600 millones de toneladas de alimentos al año. El informe del IPCC añade que esta pérdida es la responsable de entre el 8 y el 10 % de las emisiones de gases de efecto invernadero que genera la actividad humana (3.300 millones de toneladas de equivalente de CO2 por año) y supone el despilfarro anual de 250 km3 de agua, el equivalente a tres veces el volumen del lago Leman en Suiza.
Así pues, el problema de los GEI se añade al del agua: la ecuación de la sostenibilidad planetaria en pos de los ODS debe ligar de forma precisa los conceptos de la huella de carbono y la huella hídrica. En este sentido, el consumo de carne, cuestionado desde hace décadas por su alta huella hídrica, adquiere con la huella de carbono más datos para cuestionar su sostenibilidad. Los datos de la FAO, refrendados por el IPCC, señalan que la ganadería es la responsable del 14,5 % de los GEI; es decir, es el sector que más gases de efecto invernadero emite después del transporte (que representa un 22%). También genera el 92% de las emisiones de amoníaco, un compuesto que disminuye la calidad del suelo al acidificarlo.